A UN ANGEL QUE PASÓ POR LA TIERRA, MI MADRE
Veo a mi madre reflejada en cada anciano que cruza la calle. Reparo en su lento caminar, siempre atento a su bastón. Se apresura en el paso de peatones para alcanzar la otra acera. Percibe cierto nerviosismo en los conductores que esperan impacientes que cambie el semáforo. Observo sus rasgos apagados por la edad. Imagino cómo sería de joven. En esa abstracción me viene a la mente una mujer arrolladora, segura de si misma, con empuje. Su peinado recuerda el estilo de la actriz Grace Kelly. Intenta pasar desapercibida, no destacar, pero es tan elegante, alta y femenina, que resulta difícil.
Domingo de ramos |
Un domingo a la salida de misa |
Mi ángel dependía de una sonda para alimentarse, así estuvo casi dos años. Su estado le impedía saber que estaba cuidada y mimada por las personas que más la querían y la valoraban. Finalmente una mañana se la llevaron al hospital de la Rotonda. Mal pronóstico. La Rotonda, que antes había sido un emblemático hotel, lo convirtieron en un hospital para pacientes terminales. Allí pasó sus dos últimas semanas. De esto hace muchos años. Recuerdo que un médico de El PADES, el servicio de Atención Domiciliaria de la SS, venia cada mes a casa. La controlaba a ella y a nosotros. Saben que estas situaciones producen mucho desgaste emocional a la familia que cuida al enfermo, sobre todo cuando la situación dura mucho tiempo. Fue decisión del médico del PADES trasladarla al hospital. Allí falleció.
Nunca me perdoné que no muriera en casa. Me pidió no morir en un hospital siendo yo una adolescente, quizá tendría 12 o 13 años. Se lo prometí en uno de esos momentos que compartíamos mil cosas mientras me enseñaba a cocinar los guisos de puchero que preparaba su madre para sus 8 hijos y su marido.
Carmen, así se llamaba mi madre, sigue en mi pensamiento como el primer día que la vi.
Llegó una tarde mientras yo jugaba a la comba en el patio de casa. Franqueó el umbral de la puerta y al final del pasillo estaba ella. No pude ver su cara, estaba a contra luz de un sol de agosto que entraba de la calle. Pude verla de cerca, incluso tocar su piel fina y suave. Cuando se acercó a nosotras, se agachó y nos abrazó con mucha ternura durante un buen rato.
Cada mañana su fotografía en blanco y negro adorna un marco ovalado que apoyo contra los libros que más uso. Su gesto tierno y bondadoso acompaña mis días y mis rutinas.
Cómo olvidar que se casó con mi padre, un viudo que perdió a su mujer en un mal parto. Alumbró en casa a un hermanito que llegó sin poder ver la luz. A los pocos días, debido a una infección, ella se fue con él. Unas horas antes pudo despedirse de mi hermana, de mí, de mi padre, de sus padres y de sus hermanos. Recuerdo con toda claridad aquel momento. Alguien nos hizo entrar a la habitación. Vi a mi madre sentada en la cama y reclinada sobre varias almohadas. Tenía el pelo largo, estaba muy guapa. Había muchas personas alrededor de la cama. Noté un silencio raro. Todas las miradas iban dirigidas a mi hermana y a mi, y luego a mi madre cuando nos abrazó a las dos juntas. Era la despedida final de sus dos hijas pequeñas que dejaba huérfanas, y al cuidado de un padre que no sabia ni freir un huevo y pasaba 12 horas trabajando de mecánico en su taller. Cuando pienso cómo debió sentirse mi madre en ese momento, mi corazón se retuerce en un puño. Recuerdo que el dormitorio era grande. Tenía las ventanas medio cerradas para que no entrará el calor del verano. Luego nos hicieron salir de la habitación. Nos dijeron que bajáramos al patio pequeño a jugar. Todo era silencio. Solo se oían nuestras risas, idas y venidas al otro patio contiguo. Era mucho más grande. Tenía plantas en arriates de azulejos color azul marino en todo su perimetro. Me encantaba regarlos con una manguera que teníamos colgada detrás de un manzano. Había también macetas con flores de colires muy distintos. El patio tenia las paredes con azulejos desde media pared hasta el suelo. Eran baldosines pequeños estilo nazarí en diferentes tonalidades de azul. A mi hermana y a mi, nos gustaba esconder nuestros trozos de tiza entre los agujeros de las baldosas rotas. Aquellos trocitos de tiza eran para nosotras auténticos tesoros. Mi madre solo nos la compraba de tanto en tanto, era cara y un poco difícil de encontrar.
Cómo olvidar que mi madre tuvo el impulso de casarse con mi padre al vernos en una fotografia a mi hermana y a mi. Estábamos cogidas del brazo de mi padre. Era un dia al salir del mercado del pueblo. Mi padre se la encargó que la hiciera a un amigo suyo que tenía mucha traza haciendo fotos. Su idea era enviársela por carta a Carmen para que nos conociera. Al parecer era una mujer extraordinaria, trabajadora, cariñosa y con grandes cualidades humanas. Estaba soltera. Vivía en Madrid y ejercía de modista. Le habló de ella un buen amigo de mi padre al verlo muy triste una mañana de domingo al salir de misa. Nos fuimos caminando hacia la calle Mayor, y fue el momento de comentarle que nosotras necesitábamos una mujer que nos cuidara y él una esposa. Yo tenía unos cinco años y siete mi hermana.
Algo le debió romper el alma cuando al vernos en aquella foto, Carmen decidió dejarlo todo. Abandonó Madrid definitivamente y marchó a vivir a un pueblo pequeño de Jaén sin saber cuál sería el destino que le deapararia la vida. Su mayor deseo era cuidar como una madre a dos criaturas el resto de su vida, más que tener un marido.
Carmen llegó a nuestra casa con poco equipaje, solo una maleta pequeña y otra más grande de cartón. Eso era todo. Le dijo a mi padre que en la más grande llevaba retales de todos los colores para hacernos vestidos bonitos.
Una mañana al salir del mercado |
Cómo olvidar que después de la ceremonia en la Iglesia, en lugar de irse de viaje de novios, mi padre fue a trabajar al taller, y ella marchó a casa a arreglar la casa y preparar la comida de todos.
Cómo olvidar cuando cada mañana, antes de ir al colegio, ponía en mi cartera un sobrecito de canela para endulzar la leche en polvo que EE.UU enviaba a los colegios durante la posguerra. ¡ Que rico sabor le daba ! No habría podido beberla sin aquellos "polvitos mágicos" que ella me daba.
Cómo olvidar que en 4 tardes hizo dos monos, uno a cada una, con la tela de un retal verde que guardaba en su maleta. Cogió dos trozos de tela, uno en blanco y el otro en rojo y recortó unos barquitos. Luego los cosió a los pantalones a modo de bolsillos. Quedaron de lo más original. Les decíamos a todo el mundo que los había hecho nuestra madre.
Mi madre era la mejor modista del mundo. Me contagió su creatividad. Me hizo entender que la belleza de todas las cosas que nos rodean, incluso de las más anodinas, está en los ojos que las miran. Nunca perdió la paciencia con nosotras. Siempre fue tierna y amorosa. Nos educó en valores, que hoy aún conservamos. Se sacrificó más de lo que nadie puede imaginar. Dio su vida por unas hijas que no eran biológicas. Se merece sobradamente todo el amor que siento por ella. Te quiero mucho mami. Se que me esperas allí arriba.
Los padres que creen que sus hijos serán más felices ofreciéndoles viajes al fin del mundo, cursos de oratoria y submarinismo, grandes fiestas de cumpleaños y regalos caros, corren el riesgo de que no sepan apreciar el valor de lo que reciben, ni sacrificarse por sus padres.
Demostrar agradecimiento y amor por tus padres cuando más lo necesitan, creo que ayuda a desarrollar la capacidad para enfrentarte a la vida por dura que sea.
Luisa Vicente.
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