MUERTES ANÓNIMAS POR DECRETO
- Tener más de 65 años.
- Estar contagiadas de Covid,-19.
- Padecer otras patologías previas compatibles con el coronavirus.
- No responder en 15 minutos a la oxigenoterapia con mascarilla. En este caso, el protocolo indicaba suministrarles una inyección de Midazolan cada 8 horas para sedarlos hasta la muerte, ya fuera en sus casas o en las residencias.
- 1 Maribel Esquerdó. Médica PADES Mutuam. Programa de Atención Domiciliaria y los equipos de apoyo a dependientes de la Sanidad Pública Catalana.
- 2 Ana Olivè. Médica Hospital Mare de Deu de la Mercé y de las Residencias de la Salud.
- 3 Sara Pons. Responsable atención espiritual en la Fundación Sanitaria Mollet.
- 4 Silvia de Cuadras. Psicóloga.
- 5 Dolors Quera. Coordinadora médica del Hospital Mutua and Well. Presidenta de la Sección de Médicos Socio Sanitario del Colegio de Médicos de Barcelona.
- 6 Miquel Riguant. Grupo de ética de la Sociedad Catalana de Medicina Familiar y Comunitaria.
- 7 Ester Ruqué. Médica Geriatria del Hospital Universitario San Juan de Reus.
- 8 Joan Solá. Director del Ârea Sanitaria y Dependencia de la Fundación Sanitaria de Residencias Geriatricas del Colegio de Médicos de Barcelona.
- 9 Josep Tarés. Presidente de la Comisión Deontológica del Colegio de Médicos de Barcelona.
- 10 Montse Esquerda. Presidenta de la Comisión de Deontología del Colegio de Médicos de Lérida y Presidenta de la Comisión de Deontologia del Consejo de los Colegios de Médicos de Catalunya.
Fue un espectáculo de terror dejar abandonadas las residencias a su suerte por priorizar a otras personas ante el supuesto colapso en los hospitales.
SE PRACTICÓ LA LLAMADA "MEDICINA DE GUERRA"
Al aplicar "la medicina de utilidad" los ancianos fueron los primeros en desechar.
Este video recoge una sesión de trabajo en un hospital, donde una profesional de la sanidad, indica cómo hacer el "triaje de personas"
En el video dice claramente que ya no se está haciendo nada para salvar la vida de los ancianos en las residencias.
A las familias de los ancianos las obligaron a recluirse en sus casas sin que pudieran visitarles a las residencias. Tampoco se les permitía hacer videollamadas, ni hablar con ellos por teléfono. Les prohibieron asistir al funeral, si es que se les hizo, algo del todo improbable. Más adelante, cuando se permitió asistir al funeral, restringieron el número de asistentes, se prohibió abrir el ataúd, ver el rostro del difunto, o acariciar su mano en aquella ultima vez.
Estas restricciones se mantuvieron durante muchos meses. Resultó un hecho dolorosísimo para las familias, algo que nunca podrán olvidar.
No hubo tiempo para que los tanatoésticos maquillaran a los difuntos y les adecentaran un poco el rostro, ya de por sí demacrado por el contagio y otras enfermedades que pudieran tener. Estas personas tan débiles y enfermas, podían quedar reducidos a piel y huesos en tan solo unas semanas, si perdían el apetito por la soledad y el miedo, si no comían, si no dormían lo suficiente debido al stress, y a la incertidumbre que sentían, según confirman testimonios de familiares y el personal interno de las residencias.
Qué sentido tenía borrar todo vestigio de contagio, de enfermedades, de sufrimiento, de no haber comido durante semanas, o de no haber recibido los cuidados necesarios por la falta de personal, y adecentarlos con los medios de la anatopraxia, si no iría nadie a verlos ?
No, no quisieron establecer las medidas para trataros con el respeto que todo enfermo y difunto merece. No hubo flores, ni coronas, ni una misa, ni un sermón en vuestra memoria. No visteis las lágrimas derramadas de vuestros familiares que se quedaron aquí tan vacíos por dentro. No oísteis las oraciones de los que os querían vivos. No hubo una alusión a vuestras vida, a lo que os gustaba, a los hijos que tuvisteis, a los nietos con los que ya no podreís jugar, nada referido de manera personal a cada uno de vosotros, como hace el sacerdote en un funeral normal. Tampoco sonó en la capilla el Ave María, ni hubo asistentes, aunque no faltó el desgarro, el nudo en la garganta, y la impotencia de todos vuestros familiares prisioneros en sus casas por orden de un gobierno que os había condenado a muerte por decreto.
Cada uno partió solo hacía ese túnel de luz, que algunos expertos dicen que los difuntos contemplan, minutos después de que su alma deja el cuerpo.
A vuestra muerte, solo concurrió una plantilla de operarios de las funerarias. En el último sótano del edificio, nerviosos y apresurados, asistían al trasiego de cadáveres dentro de ataúdes color madera sin dedicatoria alguna, ni flores, ni coronas. Una fila interminable de cajas mortuorias ordenadas por número, según el día del fallecimiento, las manejaban varios trabajadores vestidos con EPIS blancos y mascarilla. Uno de ellos, delgado y alto, medio distraído, pero riguroso en su trabajo, traía ataúdes de 4 en 4 situados sobre estantes dentro de un gran carro con ruedas, que empujaba desde el fondo de un inmenso parking vacío de coches. Lo convirtieron en morgue improvisada desde hacia meses por falta de espacio.
Sin apenas luz, los opacos y sucios fluorescentes del techo, llenos de polvo, transferían una desgarradora imagen de macabra injusticia.
En esta situación de cremaciones masivas, ningún familiar podía asegurar, si las cenizas del difunto que le entregaban, junto al documento de incineración citando el nombre y el apellido, correspondía a su familiar fallecido. Se preguntaban si podrías ser las cenizas de otra persona. De todas formas, se llevaban la urna a sus casas, pero sentían como si aquellas cenizas fueran de alguien ajeno a la familia, alguien que había desaparecido para siempre en un mal sueño, como les ocurría a ellos.
¿ Qué sentido tenia ir al cementerio y rezarle ante la tumba si no sabían a quien rezaban, ni quien ocupaba aquel panteón familiar ?
Que triste que las personas a quienes más amasteis, sean hoy personas anónimas, simples números en las estadísticas de la pandemia del 2020, que gestionó un gobierno criminal y totalitario.
Hay pandemias que son guerras, pero salen más baratas que los conflictos armados. No se necesitan armas, tanques, ni misiles, para acabar con la vida de miles de personas.
En esta guerra del SARS-CoV-2 fueron casi 30.000 las personas fallecidas solo en residencias, UNA PERSONA CADA 15 MINUTOS.
Estos ancianos que hoy ya no están, son fallecidos que nadie conoce. Ni sus nombres y apellidos se publicaron en las necrológicas de los diarios, ni tampoco los refirió la TV.
Fueron muertes anónimas, 30.000 personas vivas, que al parecer estaban de más para el Gobierno y la Administración, que a fuerza de marginar a nuestros mayores, han creado una sociedad edadista que los discrimina por su edad.
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